Una Historia de historias

«Una Historia de historias» es un proyecto de memoria histórica, centrado en la materialidad de la memoria, que busca rescatar y traer al espacio público esas historias personales o familiares que no figuran en ningún libro de historia, pero que conforman la Historia de un país, reflejan las huellas y las cicatrices que esos tiempos de violencia y convulsión política dejaron en el paisaje de nuestra memoria colectiva.

26 de octubre de 2024

La cartilla de racionamiento

 En todas las familias hemos oído referir a nuestros abuelos y abuelas que la posguerra española fue mucho peor que la guerra. La destrucción económica del país y el aislamiento internacional del régimen del general Franco provocaron una situación de hambruna generalizada. Para intentar remediarla el gobierno instauró las cartillas de racionamiento, que estuvieron en vigor desde el año 1939 a 1952 y que buscaban asignar a las familias una cierta cantidad de los productos básicos más escasos.


La que aquí presentamos perteneció a una familia valenciana del barrio de Ruzafa, compuesta por el matrimonio, dos hijos y una persona de “servicio”. En su interior aparecen en diferentes hojas cupones que permitían recoger de forma diaria o semanal pan, legumbres, patatas o carne. Resulta revelador que la mayor parte de los cupones que permitían recoger carne estén intactos y no porque esta familia fuese vegetariana, la razón era mucho más lúgubre, la carne era un artículo excepcional y casi nunca se podía conseguir a través de las cartillas de racionamiento. Igual sucedía con el azúcar, los huevos y la leche de vaca.


Cada cabeza de familia tenía asignada una tienda de comestibles, con el objetivo de que la Comisaría de Abastecimientos pudiera controlar de forma más efectiva el reparto. Cuando se accedía a las tiendas el comerciante iba separando los cupones de la cartilla y entregaba el producto, previo pago del precio tasado para esa semana. La variedad y cantidad de productos ofrecidos variaba también semanalmente, en función de las posibilidades del mercado, quedando limitado en los momentos más duros de la posguerra al denostado pan negro o las lentejas que debían ser continuamente triadas en la mesa para no verse sorprendidos en el plato con algún gorgojo. La necesidad llevó a agudizar el ingenio, así nuestras bisabuelas tuvieron que hacer tortillas de patatas sin patatas y sin huevo, calamares de la “huerta”, sin calamares, o gachas de almorta. 


Evidentemente la escasez no afectó a todos por igual, las familias más pudientes o más cercanas al régimen pudieron obtener todo tipo de productos en el “mercado negro”, a precios muy elevados. Un mercado bien surtido por los estraperlistas, que amasaron grandes fortunas y que se les llamaba, con chanza, los del “haiga”, porque cuando iban a comprar un  coche siempre pedían el más grande, el más caro o el mejor “que haiga”. De esta forma, el pueblo ridiculizaba a estos nuevos ricos, tratándolos de incultos, porque casi no sabían ni hablar pero pretendían emular a las clases altas.


El estraperlo estaba fuertemente castigado, llegando en 1941 a establecerse la pena de muerte para los infractores, pero solo se perseguía, como siempre, a los más pobres. Un buen ejemplo eran los agricultores del Alto Palancia, que destinaban una parte de sus exiguos excedentes del campo a la venta en el mercado negro de la ciudad de Valencia. Para conseguir salvar a los inspectores de consumos, introducían sus productos en el tren y cuando se estaba llegando a Valencia, a la altura de Alboraya, y el convoy disminuía su velocidad sacaban los paquetes por las ventanillas sujetos por ganchos y los arrojaban para que los recogieran las personas convenidas. De vez en cuando había redada, se decomisaban los paquetes y los infractores acababan en la cárcel unas semanas. Eso sí, el producto requisado no acababa en una institución de caridad.



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