Una de las historias más recurrentes en mis reuniones familiares trata sobre los padres de mi madre. Su noviazgo transcurrió en la ciudad de Barcelona en una época marcada por la guerra, el dolor y la valentía de quienes lucharon en los campos de batalla. Sus padres, jóvenes entonces, habían vivido uno de los capítulos más oscuros de la historia de España: la Guerra Civil.
En los días de la contienda, su padre, un hombre que el destino había empujado al frente en la famosa Batalla del Ebro, desapareció sin dejar rastro durante meses. Su novia, la madre de mi madre, envuelta en una tormenta de angustia y temor, decidió emprender una búsqueda que muchos considerarían infructuosa, pero que para ella era una cuestión de vida o muerte. Sabía que los hombres del bando republicano desaparecían como sombras en la neblina del conflicto, pero la obstinación de la juventud la empujaba a desafiar lo inevitable.
Cada día, se dirigía a las oficinas de la capitanía militar, pidiendo información sobre su amado. Nadie le hacía caso. No era más que una joven en medio de una nación rota. Hasta que un día, harta de negativas, decidió plantarse allí, en la entrada. “No me iré hasta que me digan qué ha sido de él”.
El destino quiso que ese mismo día pasara un oficial de alto rango. No se sabe si era capitán u otro cargo de mayor rango. Se detuvo al verla, intrigado por la joven y preguntó. “¿Qué hace usted aquí y por qué nadie la ha echado” preguntó con un tono de severidad matizada por la curiosidad. “Busco a mi novio”, respondió ella sin temblar. “Está desaparecido, y nadie me dice dónde está. De aquí no me muevo hasta que no aparezca”.
El oficial, sorprendido por la temeridad de aquella joven, sonrió con una mezcla de admiración y condescendencia. “Si hubiéramos tenido más soldados con los cojones que tiene esta chica, hubiéramos ganado la guerra mucho antes”.
Le pidió los datos. “Si está vivo, yo lo traeré”, le prometió. Y así fue. Al cabo de unos días, su padre regresó a casa. Pero no era el hombre que había partido meses antes. Era una sombra de sí mismo, un esqueleto cubierto de sarna y plagado de piojos de haber pasado el tiempo en un campo de concentración. Con el tiempo y con los cuidados de su valerosa amada, fue recuperando su humanidad, aunque las heridas invisibles de la guerra jamás terminarían de sanar del todo.

Aquel hombre, que en sus últimos días nunca revelaría los horrores que había vivido, había sido capturado en la famosa Batalla del Ebro. Dijo que era sanitario, tal vez para evitar la muerte, aunque no su captura. En aquel tiempo, muchos ocultaban su verdadera participación en la guerra, temerosos de las represalias, del juicio implacable de un país roto. Ana, como así se llama mi madre, nos suele relatar esta historia que lleva como una joya preciada en su memoria. Ella sabe que es más que una anécdota familiar. Es el testamento de una generación que había sobrevivido a los escombros de la guerra, donde el coraje de las personas, como su madre, había logrado desafiar las reglas inhumanas del conflicto.